viernes, 27 de julio de 2007

Un pájaro marrón

Ella tenía seis años cuando la vi por primera vez en aquella playa cercana a donde vivía. Suelo manejar hasta esa playa, unas tres o cuatro millas, cada que vez que siento que el mundo me agolpa. Ella estaba construyendo un castillo de arena o algo así, cuando miró hacia arriba, con sus ojos azules, tan azules como el mar.

- "Hola" - me dijo.
Le respondí con un gesto, sin muchas ganas de preocuparme por una niña pequeña.
- "Estoy construyendo"- dijo ella.
- "Ya veo. ¿Pero y qué es?"- le dije, sin darle mucha importancia.
- "No lo sé, pero me gusta sentir la arena".
- "Eso suena fantástico", pensé, y me quité los zapatos, cuando de pronto, un Andarríos pasó volando.
- "¡La felicidad!", dijo la niña.
-"¿Que es... qué?
-"¡Es la felicidad! Mi Mami dice que los pájaros marrones (Andarríos) vienen para traernos a la felicidad". El ave se fue deslizándose suavemente por la playa. "Hasta luego felicidad", murmuré interiormente, "hola dolor", me dije y me volteé y seguí caminando. Estaba deprimida, mi vida estaba completamente fuera de control... Pero ella no se rendiría...
-"¿Cómo se llama?", Me dijo.
-"Ruth", le respondí. "Me llamo Ruth Peterson".
-"Yo soy Wendy... y tengo seis años".
-"Hola Wendy", le dije.
Y con su risa de niña me dijo "¡qué graciosa es!". En lugar de seguir triste, también me sonreí y seguí caminando... Su risita musical me acompañó...
-"Venga otra vez Sra. P.", me dijo, "y tendremos otro día feliz".
Los siguientes días, son otra historia: un grupo de revoltosos Niños Exploradores, reuniones de la Asociación de Padres de Familia, mi madre enferma. El sol brillaba una mañana, en que decidí sacar mis manos del agua sucia de los platos.
-"Necesito un pájaro marrón", me dije a mí misma, y cogí un saco. El bálsamo siempre cambiante de las olas del mar me esperaba. Caminé a trancazos, a pesar de la brisa fría, tratando de recapturar la serenidad que tanto necesitaba. Había olvidado a la niña, y me sobresalté cuando ella apareció.
- "Hola, Sra. P.", me dijo. "¿Quiere jugar?"
- ¿Qué tienes en mente?, le pregunté, con un tono de enojo.
- "No lo sé, Ud. diga qué".
- ¿Qué tal unas "charadas"? Le pregunté sarcásticamente.
Su cantarina risa regresó otra vez, diciéndome: "¡No sé qué es eso!"
-"Entonces, sólo caminemos", le dije. Mirándola me di cuenta de la delicada palidez de su rostro. -¿Dónde vives?, le dije.
- "Por allá", dijo, y señaló hacia una fila de cabañas de verano, algo extraño para ser invierno.
- "¿A qué escuela vas?"
- "No voy a la escuela. Mi mami dice que estamos de vacaciones", y siguió con su conversación de niña mientras nos paseábamos por la playa, pero mi cabeza estaba en otro sitio. Cuando me iba a casa, Wendy dijo que había sido un lindo día. Sintiéndome sorprendentemente mejor, le sonreí coincidiendo con ella.

Tres semanas después, corrí a mi playa casi presa de un estado de pánico. Ni siquiera estaba de humor para saludar a Wendy. Creí ver a su madre en el portal de su cabaña, y me sentí casi pidiéndole que mantuviera a su hija ahí.
- "Mira, si no te importa", le dije rápidamente cuando Wendy se cruzó conmigo, "hoy preferiría estar sola". Se le veía extrañamente pálida y con mucha dificultad para respirar.
- ¿Por qué?, preguntó.
Me volteé y le grité - "¡Porque mi madre ha muerto!", y pensé "Dios mío, qué hago diciéndole esto a una niña?"
- "Oh", dijo ella bajito, "entonces hoy no es un buen día".
- "¡Así es, ni ayer ni anteayer ni... oooooh, vete de aquí!"
- ¿Dolió?
- ¿Qué dolió?, dije exasperada con ella y conmigo, "¿cuando ella murió?", "¡por supuesto que dolió!" , le contesté toscamente, sin entender bien, y me encerré en mí misma... Me fui rápidamente.

Un mes después o algo así, cuando fui otra vez a la playa, ella no estaba ahí... Me sentí culpable, avergonzada y me dije a mí misma que la extrañaba, así que después de mi caminata, fui a su cabaña, y toqué a la puerta. Me abrió la puerta una joven mujer, de cabellos color miel y rostro desencajado.
-"Hola", le dije, -"Me llamo Ruth Peterson. Hoy no vi a su niña y me preguntaba dónde estaría".
- "Ah, sí, Sra. Peterson, pase, por favor". "Wendy hablaba mucho de Ud. Siento mucho haberla dejado que la molestara tanto. Acepte mis disculpas, si es que ella la molestó mucho".
- "No, no, por favor, ella es una niña encantadora", le dije, dándome cuenta que en realidad era eso lo que quería decir.
- ¿Dónde está?
- "Wendy... murió la semana pasada, Señora Peterson. Tenía leucemia. Tal vez no se lo dijo".
Muda del asombro, busqué a tientas una silla, a la vez que trataba de recuperar la respiración.
- "Ella amaba esta playa, así que cuando pidió que viniéramos, no pudimos decirle que no. Parecía estar mucho mejor aquí y tenía mucho de lo que ella llamaba... sus días felices. Pero las últimas semanas... se fue rápidamente...", dijo su madre, quebrándosele la voz.
- Dejó algo para Ud... si tan sólo pudiera encontrarlo. ¿Podría esperar un momento mientras lo busco?
Hice un gesto estúpido de aceptación, mientras mi mente buscaba algo, cualquier cosa, algo que pudiera decirle a esta amable jovencita. Me extendió un sobre garabateado con las letras "Sra. P" en negrita y con caligrafía infantil. Dentro de él, había un dibujo a crayolas: una playa amarilla, un mar azul, y un pájaro marrón. Debajo de todo eso, se leía cuidadosamente escrito: "UN PÁJARO MARRÓN PARA DARLE FELICIDAD"

La cara se me llenó de lágrimas, y un corazón que prácticamente había olvidado amar, comenzó a abrirse... Tomé a la mami de Wendy en mis brazos... "cuánto lo siento, cuánto lo siento, cuánto lo siento", dije una y otra vez, y lloramos a mares las dos juntas. El precioso dibujito ahora está enmarcado y cuelga en mi estudio. Seis palabras... una por cada año de su vida... seis palabras que me hablan de armonía, coraje y amor incondicional. Un regalo de una niña de ojos color mar azul y cabellos color arena, una niña que me enseñó y me dio un regalo de amor.


Ruth Peterson.

Para Ti...


Que los PIES te lleven por el camino más largo hacia la felicidad, porque la felicidad son solo puntos en el mapa de la vida, y el verdadero disfrute está en buscarlos.

Que los OJOS reconozcan la diferencia entre un colibrí y el vuelo que lo sostiene. Aunque se detenga seguirá siendo un colibrí, y es conveniente que sepas, para que no confundas el sol con la luz, ni el cielo con la voz que lo nombra.

Que las MANOS se tiendan generosas en el dar y agradecidas en el recibir, y que su gesto más frecuente sea la caricia para reconfortar a los que te rodean.

Que el OIDO sea tan fiel a la hora del reproche, como debe serlo a la hora del halago, para que puedas mantener el equilibrio en cualquier circunstancia.

Que las RODILLAS te sostengan con firmeza a la altura de tus sueños y se aflojen mansamente cuando llegue el tiempo de descanso.

Que la ESPALDA sea tu mejor soporte y no la carga más pesada.

Que la BOCA refleje la sonrisa que hay adentro, para que sea una ventana del alma y no la vidriera de los dientes.

Que los DIENTES te sirvan para aprovechar mejor el alimento, y no para conseguir la tajada más grande en desmedro de los otros.

Que la LENGUA encuentre las palabras más exactas para expresarte sin que te malinterpreten.

Que las UÑAS crezcan lo suficiente para protegerte, sin lastimar a nadie.

Que la PIEL te sirva de puente y no de valla.

Que el PELO le de abrigo a tus ideas, que siempre adornan más que un buen peinado.

Que los BRAZOS sean la cuna de los abrazos y no camisa de fuerza para nadie.

Que el CORAZÓN toque su música con amor, para que tu vida sea un paso del UNIVERSO hacia delante.

Autor desconocido

Y un joven dijo...

Y un joven dijo: "Háblanos de la Amistad".


Y él respondió, diciendo: Vuestro amigo es la respuesta a vuestras necesidades.
Es vuestro campo, que sembráis con amor y cosecháis con gratitud.
Y es Vuestra mesa, y el fuego de vuestro hogar.
Porque acudís a él para saciar vuestra hambre y lo buscáis en procura de paz.
Cuando vuestro amigo revela su pensamiento, no teméis el "no" en vuestra propia mente, ni retenéis el "sí".
Y cuando él guarda silencio vuestro corazón no cesa de escuchar a su corazón.

Porque en la amistad, todos los pensamientos, todos los deseos, todas las expectativas, nacen sin palabras y son compartidos con callado gozo.
Cuando os separáis de vuestro amigo, lo hacéis sin aflicción; Porque lo que más amáis en él puede ser más diáfano aún en su ausencia, como para el alpinista la montaña aparece más despejada desde la llanura.

Y dejad que en la amistad no exista otro propósito que el de profundizar el espíritu.
Porque el amor que busca otra cosa que no sea la revelación de su propio misterio, no es amor sino una red tendida, y solamente lo inútil es pescado.
Y procurad que lo mejor de vosotros sea para vuestro amigo.
Si debe conocer vuestra bajamar, dejadlo conocer también vuestra pleamar.

Porque ¿qué amigo es aquel que tuvierais que buscar para matar las horas?
Buscadlo con horas para vivir.
Porque es misión suya llenar vuestra necesidad, pero no vuestra vaciedad.
Y que en la dulzura de la amistad haya lugar para la risa y para los placeres compartidos.
Porque en el rocío de las pequeñas cosas el corazón encuentra su mañana y toma su frescura.

Khalil Gibrán

domingo, 15 de julio de 2007

Marillion - When I Meet God


And if the bottle's no solution
Why does it feel so warm
And if that girl is no solution
Why did she feel so warm
And if to feel is no solution
Why do I feel
Why do I feel so tired
Why do I feel so broken
Why do I feel so outside
Why do I seem so blind
I'm so sick of feeling
It's ruined my life

If living rough is no solution
Why does it ease my mind
If looking back is no solution
Why are we all
Nothing but children
Children inside

Why do the Gods
Sit back and watch
So many lost
What kind of mother
Leaves a child in the traffic
Turning tricks in the dark
What kind of God?

I crawled around inside myself
It was a long way down
It was a mine and it was mine
And in the darkness
I saw a perfect mirror
Floating in space

When I meet God
I'm going to ask her
What makes her cry
What makes her laugh
Is she just stars and indigo gas
Does she know why
Love has no end
But it's dark-angel friend
Tearing women and men
Slowly apart

Stain
Don't do that
Scream
Don't do that
Fail
Never do that
Never do that
I want to go out
Don't do that
I want an adventure
Just stay..
I want
Just stay in
I want to make love

And if the bottle's no solution
Why does it feel so warm
And if looking back is no solution
Why are we all just children inside
And if to feel is no solution
Why does the whole damn world feel so broken
So outside and out-of-sorts

A perfect mirror
Floating in space
Waves and numbers
But oh, such beautiful numbers
And oh, such waves..

La Mariposa


Un hombre encontró un capullo de una mariposa y se lo llevó a casa para poder ver a la mariposa cuando saliera del capullo.

Un día vió que había un pequeño orificio y entonces se sentó a observar por varias horas, viendo que la mariposa luchaba por abrirlo mas grande y poder salir.

El hombre vió que la mariposa forcejeaba duramente para poder pasar su cuerpo a través del pequeño agujero, hasta que llegó un momento en el que pareció haber cesado de forcejear, pues aparentemente no progresaba en su intento.

Parecía que se había atascado. Entonces el hombre, en su bondad, decidió ayudar a la mariposa y con una pequeña tijera cortó al lado del agujero para hacerlo más grande y ahí fue que por fin la mariposa pudo salir del capullo. Sin embargo, al salir la mariposa tenía un cuerpo muy hinchado y unas alas pequeñas y dobladas.

El hombre continuó observando, pues esperaba que en cualquier instante las alas se desdoblarían y crecerían lo suficiente para soportar al cuerpo, el cual se contraería al reducir lo hinchado que estaba.

Ninguna de las dos situaciones sucedieron y la mariposa solamente podía arrastrarse en círculos con su cuerpecito hinchado y sus alas dobladas. Nunca pudo llegar a volar.

Lo que el hombre en su bondad y apuro no entendió, fué que la restricción de la apertura del capullo y la lucha requerida por la mariposa, para salir por el diminuto agujero, era la forma en que la naturaleza forzaba fluidos del cuerpo de la mariposa hacia sus alas, para que estuviesen grandes y fuertes y luego pudiese volar.

La libertad y el volar solamente podían llegar luego de la lucha. Al privar a la mariposa de la lucha, también le fué privada su salud.

Algunas veces las luchas son lo que necesitamos en la vida. Si la naturaleza nos permitiese progresar por nuestras vidas sin obstáculos, nos convertiría en inválidos. No podríamos crecer y ser tan fuertes como podríamos haberlo sido.

Cuánta verdad hay en esto! Cuántas veces hemos querido tomar el camino corto para salir de dificultades, tomando esas tijeras y recortando el esfuerzo para poder ser libres.

Necesitamos recordar que nunca recibimos más de lo que podemos soportar y que a través de nuestros esfuerzos y caídas, somos fortalecidos así como el oro es refinado con el fuego.

Nunca permitamos que las cosas que no podemos tener, o que no tenemos, o que no debamos tener, interrumpan nuestro gozo de las cosas que tenemos y podemos tener. Nunca pensemos ni nos enfoquemos en lo que no tenemos, disfrutemos cada instante de cada día por lo que tenemos y nos ha sido dado!!!

Caleidoscopio

Existía un hombre que a causa de una guerra en la que había peleado de joven, había perdido la vista. Este hombre, para poder subsistir y continuar con su vida, desarrolló una gran habilidad y destreza con sus manos, lo que le permitió destacarse como un estupendo artesano. Sin embargo, su trabajo no le permitía más que asegurarse el mínimo sustento, por lo que la pobreza era una constante en su vida y en la de su familia.

Cierta Navidad quiso obsequiarle algo a su hijo de cinco años, quien nunca había conocido más juguetes que los trastos del taller de su padre con los que fantaseaba reinos y aventuras.
Su papá tuvo entonces la idea de fabricarle, con sus propias manos un hermoso calidoscopio como alguno que él supo poseer en su niñez. En secreto y por las noches fue recolectando piedras de diversos tipos que trituraba en decenas de partes, pedazos de espejos, vidrios, metales, maderitas, etc.

Al cabo de la cena de nochebuena pudo, finalmente imaginar a partir de la voz del pequeño, la sonrisa de su hijo al recibir el precioso regalo.
El niño no cabía en sí de la dicha y la emoción que aquella increíble navidad le había traído de las manos rugosas de su padre ciego, bajo las formas de aquel maravilloso juguete que él jamás había conocido...

Durante los días y las noches siguientes el niño fue a todo sitio portando el preciado regalo, con él regresó a sus clases en la escuela del pueblo.
En los tiempos de recreo entre clase y clase, el niño exhibió y compartió henchido de orgullo su juguete con sus compañeros que se mostraban igual de fascinados con aquella maravilla y que pujaban por poner sus ojos en aquel lente y dirigirlo al sol...

Uno de aquellos pequeños, tal vez el mayor del grupo, finalmente se acercó al hijo del artesano y le preguntó con la ambiciosa intriga que solo un niño puede expresar: "Oye, que maravilloso calidoscopio te han regalado...¿dónde te lo compraron?, no he visto jamás nada igual en el pueblo..."
Y el niño, orgulloso de poder revelar aquella verdad emocionante desde su pequeño corazón, le contestó: "No, no me lo compraron en ningún sitio... me lo hizo mi papá"
A lo que el otro pequeño replicó con cierta sorna y tono incrédulo: "¿Tu padre?... imposible... ¡¡¡si tu padre está ciego..!!!"
. Nuestro pequeño amigo se quedó mirando a su compañero, y al cabo de una pausa de segundos, sonrió como solo un portador de verdades absolutas puede hacerlo, y le contestó: "Si... mi papá esta ciego... pero solamente de los ojos... "SOLAMENTE DE LOS OJOS..."

El amor solo se puede ver con el corazón...
Bien lo supo el zorro, bien lo aprendió el Principito, bien deberíamos entenderlo...

"LO ESENCIAL ES INVISIBLE A LOS OJOS"

viernes, 13 de julio de 2007

Mostly Autumn (Evergreen - Porcupine Rain)

He subido dos vídeos más al YouTube para compartirlos con ustedes, ambos de la agrupación Mostly Autum. Maravillosa combinación de voces... Disfrútenlos.

Evergreen

Porcupine Rain

jueves, 12 de julio de 2007

La vaquita


Un maestro de la sabiduría paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar.

Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de las visitas, también de conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que tenemos de estas experiencias.

Llegando al lugar constató la pobreza del sitio, los habitantes, una pareja y tres hijos, la casa de madera, vestidos con ropas sucias y rasgadas, sin calzado; entonces se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: "En este lugar no existen señales de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?"

El señor calmadamente respondió: "Amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros generoso alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, ..., para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo."

El sabio agradeció la información, contemplo el lugar por un momento, luego se despidió y se fue. En medio del camino, volteó hacia su fiel discípulo y le ordenó: "Busque la vaquita, llévela al precipicio de allá enfrente y empújela al barranco."

El joven espantado vio al maestro y le cuestionó. Mas como percibió el silencio absoluto del maestro, fue a cumplir la orden. Así que empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedo grabada en la memoria de aquel joven durante algunos años.

Un día el joven resolvió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar y contarle todo a la familia, pedir perdón y ayudarlos. Así lo hizo, y a medida que se aproximaba al lugar veía todo muy bonito, con árboles floridos, todo habitado, con carro en el garaje de tremenda casa y algunos niños jugando en el jardín.

Espantado el joven entró corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hace algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le pregunto al señor (el dueño de la vaquita): "¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?"

El señor entusiasmado le respondió: "Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió; de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, así alcanzamos el éxito que sus ojos vislumbran ahora."

Todos nosotros tenemos una "Vaquita" que nos proporciona lo que necesitamos, pero que nos hace caer en la rutina, nos hace dependientes y hace que el mundo se reduzca a lo que la "Vaquita" nos proporciona.

Descubre cual es tu"Vaquita" y ten el valor de empujarla por el precipicio.

“Tú eres lo que es el profundo deseo que te impulsa, tal como es tu deseo es tu voluntad, tal como es tu voluntad son tus actos, tal como son tus actos es tu destino”

Anónimo

martes, 10 de julio de 2007

Porcupine Tree - Even Less

Una de las canciones que más me gustan de esta banda. Tuve que editar y subir el vídeo al Youtube ya que por más que lo busqué, no encontré una versión decente. Esta la tomé del DVD "Arriving Somewhere But Not Here", espero les guste tanto como a mi.

Otro de mis relatos Favoritos de Gabriel García Márquez, un poco largo, pero vale la pena ser leído.

El rastro de tu sangre en la nieve

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.

Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:

Merde! Allez-vous-en!


Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.

- ¿Es algo grave? -preguntó.

- Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.

- Los he visto más grandes y más firmes- dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalescencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.

Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1º hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.

De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.

La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.

- Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.

- Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.

- Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.

Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.

- Los machos no comen dulces -dijo.

Poco antes de Orleans se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.

- Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.

Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.

- Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.

- Es la primera vez que me fallas -dijo él.

- Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.

Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.

- Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?

No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.

- Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.

- No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.

El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.

- No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.

Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.

- Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.
Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.

- Doctor- le dijo-. Ella está encinta.

- ¿Cuánto tiempo?

- Dos meses

(sigue)

(Continuación)

El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.

Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.

Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.

A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acabababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.

Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.

Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.

Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que somterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.

- Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días- concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.

Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.

Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.

El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.

Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.

- ¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.

- En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.

Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.

Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

Gabriel García Márquez, “Todos los Cuentos”

viernes, 6 de julio de 2007

Libros especiales... Personas Especiales.

Hace casi dos años que por una casualidad encontré un lugar muy especial: Abretelibro, el foro al que pertenezco (porque solo así podría describirlo, yo PERTENEZCO allí, es parte de mis días… de mi vida), un espacio que me permitió conocer a personas maravillosas, actualmente muchos de mis buenos amigos se los debo a este foro, porque a los sentimientos, a la amistad, no le importa la distancia y cuando se quiere a alguien, se le lleva en el corazón… Soy una persona afortunada, porque los buenos amigos no son fáciles de encontrar, y aún así yo cuento con varios. Sin embargo algunas veces me he sentido triste porque la mayoría de los que participan en el foro viven en España, y claro, cuando por ejemplo hay una reunión (Quedada) y todos comparten, pues no puedo sino morirme de envidia (de la buena, claro) ya que en ese aspecto la distancia si cuenta… Sin embargo siempre trato de estar en esas reuniones de algún modo: mando saludos, besos, y pido muchas fotos!!!. En este, “mi” foro, hay personas que yo considero maravillosas, personas muy inteligentes, dignas de admiración. Contamos con algunas de esas personas, las cuales han llegado a escribir y publicar algunos libros; y desde que entré al foro había anhelado tener al menos un libro de cada uno de estos escritores!!!, pero que difícil se me había hecho!!!, no es nada fácil encontrar sus obras por aquí… Pero hoy, gracias a los esfuerzos de mi gran amiga Julia, tengo uno de esos libros en la mano, y no puedo contener mi emoción, ya que es nada más y nada menos que “Ladrones de la Atlántida”, de mi querido amigo José Ángel Muriel (Jangel), un libro que deseaba leer desde hace mucho tiempo. Y es que mi alegría es mayor aún, porque en camino (en algún lugar entre los dos continentes) se encuentra “El Misterio de la Casa Aranda” de Jerónimo Tristante, otra de esas personas maravillosas con las que comparto cariños y amistad.

No sabría como agradecer los gestos, los detalles, el cariño, en fin… LA AMISTAD. Simplemente no tengo palabras para hacerlo. Son maravillosos!!! Los mejores, ojala algún día pueda devolverles al menos la mitad de la alegría que me brindan, y todo lo especial que son conmigo… Se les quiere muuuucho amigos míos!!!

Quiero compartir la dedicatoria que me ha hecho Jangel, la cual me hizo tanta ilusión que me dejó sin palabras…

miércoles, 4 de julio de 2007

Pink Floyd - High Hopes

El Buscador


Esta es la historia de un hombre que yo definiría como un buscador. Un buscador es alguien que busca, no necesariamente alguien que encuentra, tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.

Un día, el buscador sintió que debería ir a la ciudad de Kammir. Él había aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, de modo que dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó a lo lejos la ciudad de Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo una colina a la derecha del sendero le llamó mucho la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores bellas.

La rodeaba por completo una especie de valla de madera lustrada. Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar.

El buscador traspasó el portal y caminó lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de este paraíso multicolor. Sus ojos eran los de un buscador, y quizás por eso descubrió sobre una de las piedras, aquella inscripción: "Aquí yace Abdul Tareg vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días."

Se sobrecogió un poco al darse cuenta que esa piedra no era simplemente una piedra, era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estuviera enterrado en ese lugar.

Mirando a su alrededor el hombre se dio cuenta que la piedra de al lado tenía también una inscripción. Se acercó a leerla decía: "Aquí yace Yamir Kalib vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas." El buscador se sintió terriblemente abatido. Ese hermoso lugar era un cementerio y cada piedra, una tumba. Una por una leyó las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto. Pero lo que más
lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los 11 años. Embargado por un dolor terrible se sentó y se puso a llorar.

El cuidador del cementerio, que pasaba por ahí, se acercó. Lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

No, ningún familiar dijo el buscador. ¿Qué pasa con este pueblo? ¿Qué cosa terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente que los ha obligado a construir un cementerio de niños?

El anciano respondió: Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que sucede es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: Cuando un joven cumple quince años sus padres le regalan una libreta como ésta que tengo aquí colgando del cuello. Y es tradición entre nosotros que a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella: a la izquierda, qué fue lo disfrutado... a la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.

Conoció a su novia, y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿una semana? ¿dos? ¿tres semanas y media? Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso de la primera noche, ¿cuanto duró? ¿el minuto y medio del beso..? ¿dos días..? ¿una semana..? Y el casamiento de sus amigos..? ¿Y el viaje más deseado..? ¿Y el encuentro con quien vuelve de un país lejano..? ¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de esas sensaciones...? ¿Horas? ¿días? así... vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos.

Cuando alguien muere es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba, porque es, amigo caminante, el único y verdadero tiempo VIVIDO.

Vivan la vida a plenitud, para que esa libreta que llevamos nosotros por dentro sea la que tenga mas años de "VERDADERO TIEMPO VIVIDO" Y no nos ahoguemos en cosas que pensamos que no tienen solución, porque lo único que no tiene solución es la muerte y sin embargo es cuando realmente comenzamos a vivir.

La Ventana

Dos hombres, ambos muy enfermos, ocupaban la misma habitación de un hospital.

A uno se le permitía sentarse en su cama cada tarde, durante una hora, para ayudarle a drenar el liquido de sus pulmones. Su cama daba a la única ventana de la habitación.

El otro hombre tenia que estar todo el tiempo boca arriba.

Los dos charlaban durante horas. Hablaban de sus mujeres y sus familias, sus hogares, sus trabajos, su estancia en el servicio militar, donde habían estado de vacaciones.

Y cada tarde, cuando el hombre de la cama junto a la ventana podía sentarse, pasaba el tiempo describiendo a su vecino todas las cosas que podía ver desde la ventana.

El hombre de la otra cama empezó a desear que llegaran esas horas, en que su mundo se ensanchaba y cobraba vida con todas las actividades y colores del mundo exterior.

La ventana daba a un parque con un precioso lago. Patos y cisnes jugaban en el agua, mientras los niños lo hacían con sus cometas. Los jóvenes enamorados paseaban de la mano, entre flores de todos los colores del arco iris. Grandes árboles adornaban el paisaje, y se podía ver en la distancia una bella vista de la línea de la ciudad.

Según el hombre de la ventana describía todo esto con detalle exquisito, el del otro lado de la habitación cerraba los ojos e imaginaba la idílica escena.

Una tarde calurosa, el hombre de la ventana describió un desfile que estaba pasando. Aunque el otro hombre no podía oír a la banda, podía verlo, con los ojos de su mente, exactamente como lo describía el hombre de la ventana con sus mágicas palabras.

Pasaron días y semanas. Una mañana, la enfermera de día entro con el agua para bañarles, encontrándose el cuerpo sin vida del hombre de la ventana, que había muerto plácidamente mientras dormía. Se lleno de pesar y llamo a los ayudantes del hospital, para llevarse el cuerpo.

Tan pronto como lo considero apropiado, el otro hombre pidió ser trasladado a la cama al lado de la ventana. La enfermera le cambio encantada y, tras asegurarse de que estaba cómodo, salió de la habitación.

Lentamente, y con dificultad, el hombre se irguió sobre el codo, para lanzar su primera mirada al mundo exterior; por fin tendría la alegría de verlo el mismo. Se esforzó para girarse despacio y mirar por la ventana al lado de la cama... y se encontró con una pared blanca.

El hombre pregunto a la enfermera que podría haber motivado a su compañero muerto para describir cosas tan maravillosas a través de la ventana.

La enfermera le dijo que el hombre era ciego y que no habría podido ver ni la pared, y le indico:"Quizás solo quería animarle a usted".


Epilogo:
Es una tremenda felicidad el hacer felices a los demás, sea cual sea la propia situación.

El dolor compartido es la mitad de pena, pero la felicidad, cuando se comparte, es doble.

¿Donde está la Felicidad?

En cierta ocasión se reunieron todos los dioses y decidieron crear al hombre y la mujer; planearon hacerlos a su imagen y semejanza, entonces uno de ellos dijo: “Esperen, si los vamos a hacer a nuestra imagen y semejanza, van a tener un cuerpo igual al nuestro, fuerza e inteligencia igual a la nuestra, debemos pensar en algo que los diferencie de nosotros, de no ser así, estaremos creando nuevos dioses. Debemos quitarles algo, ¿pero que les quitamos?”


Después de mucho pensar uno de ellos dijo: “Ya sé, vamos a quitarles la felicidad, pero el problema va a ser donde esconderla para que no la encuentren jamás”.

Propuso el primero “Vamos a esconderla en la cima del monte mas alto del mundo”. A lo que inmediatamente repuso otro: “No, recuerda que les dimos fuerza; alguna vez alguien puede subir y encontrarla, y si la encuentra uno, ya todos sabrán donde está”.

Luego propuso otro: “Entonces vamos a esconderla en el fondo del mar”. Y otro contestó: “No, recuerda que les dimos inteligencia; alguna vez alguien va construir una esquina por la que pueda entrar y bajar y entonces la encontrara”.

Uno más dijo: “Escondámosla en un planeta lejano a la Tierra”. Y le dijeron: “No, recuerda que les dimos inteligencia, y un día alguien va construir una nave en la que pueda viajar a otros planetas y la va a descubrir, y entonces todos tendrán felicidad y serán iguales a nosotros”.

El ultimo de ellos, era un dios que había permanecido en silencio escuchando atentamente cada una de las propuestas de los demás dioses, analizó en silencio cada una de ellas y entonces rompió el silencio y dijo: “Creo saber a donde ponerla para que realmente nunca la encuentren”. Todos voltearon asombrados y preguntaron al unísono: “¿Dónde?”. “La esconderemos dentro de ellos mismos. Estarán tan ocupados buscándola fuera, que nunca la encontrarán”. Todos estuvieron de acuerdo.

Desde entonces ha sido así: El hombre se pasa la vida buscando la felicidad sin saber que la trae consigo.................

Saquemos el mejor provecho a la vida....

martes, 3 de julio de 2007

Mamá es mala...

Yo tuve la mama más mala de todo el mundo. Mientras que los niños no tenían que desayunar, yo tenía que comer cereal, huevos y pan tostado.

Cuando los demás tomaban refrescos gaseosos y dulces para el almuerzo, yo tenía que comer emparedado.

Mi madre siempre insistía en saber donde estábamos. Parecía que estábamos encarcelados. Tenía que saber quienes eran nuestros amigos.

Insistía en que si decíamos que íbamos a tardar una hora, solamente nos tardaríamos una hora.

Me da vergüenza admitirlo, pero hasta tuvo el descaro de romper la ley contra el trabajo de los niños menores. Hizo que laváramos trastes, tendiéramos camas, y aprendiéramos a cocinar y muchas cosas igualmente crueles.

Creo que se quedaba despierta en la noche pensando en las cosas que podría obligarnos a hacer. Siempre insistía en que dijéramos la verdad y solo la verdad.

Para cuando llegamos a la adolescencia ya fue mas sabia, y nuestras vidas se hicieron aun mas miserables, se volvió posesiva.

Nadie podía tocar el claxon para que saliéramos corriendo. Nos avergonzaba hasta el extremo, obligando a nuestros amigos a llegar a la puerta para preguntar por nosotros.

Mi madre fue un completo fracaso. Ninguno de nosotros ha sido arrestado. Cada uno de mis hermanos ha servido a su patria, y " A QUIEN DEBEMOS CULPAR DE NUESTRO TERRIBLE FUTURO? Tienen razón, a nuestra madre.

Vean de todo lo que nos hemos perdido. Nunca hemos podido participar en una demostración y actos violentos y miles de cosas mas que hicieron nuestros amigos.

Ello nos hizo convertirnos en adultos educados y honestos. Usando esto como ejemplo, estoy tratando de educar a mis hijos de la misma manera.

Verán doy gracias a Dios por haberme dado "LA MAMA MAS MALA DEL MUNDO".