miércoles, 30 de mayo de 2007

GERTRUDIS

Hace poco más de un año, el foro de literatura donde estoy organizó un concurso de relatos... Para ese entonces no habían tantos foreros registrados como los hay ahora, aún así la competencia estuvo dura. En ese entonces varios amigos me animaron a participar, yo, que solo había probado escribir algo (unas pocas líneas prácticamente) hacia pocos meses, y que no tenía ni idea de como estructurar una historia... Igual estos amigos cumplieron su parte y terminaron animándome a escribir, envié el relato a los jueces y esperé ver que tal. Luego, el día que iban a decir los ganadores, los que participamos publicamos nuestros relatos para que todos pudiéramos leerlos. Recuerdo que el de mi amigo Jaime era mi favorito (si, para mi siempre será el relato ganador), también el de Fer... y aunque ninguno de nosotros quedó ni cerca de los tres primeros puestos, pues quería compartir con todos aquellos que no estuvieron allí aquel relato con el que competí. Nada especial, y aunque no gané, muchos de mis queridos amigos me dieron buenas críticas... Aun les agradezco por eso. Los dejó con GERTRUDIS, para los que quieran y se animen a leerlo...


GERTRUDIS

Eres lo que piensas, quisieras ser lo que sueñas, y al final te conviertes en lo que haces…

Actualmente veo mi vida como un enorme laberinto de acontecimientos. Nací en una de las familias más opulentas de la ciudad, hija única de una joven pareja, recuerdo con nostalgia la enorme casa en la que vivíamos. Casi nunca veía a mis padres, quizás porque estaban muy ocupados para mí, solo sabía que siempre regresaban de viajes largos llenándome de regalos hermosos y exóticos, quizás demasiados para una niña tan pequeña. Pero eso a mi no me importaba en absoluto, ¡me gustaban todos esos regalos!, aunque mi emoción por ellos se evaporaba con rapidez, y después de algunos días mis padres volvían a desaparecer de mi vida. Siempre había sido de esa forma, así que en mi pequeña mente lo veía como parte de la vida. De aquellos días guardo para mí los atardeceres más hermosos, entre las aves del jardín, el olor de las flores, los insectos que atrapaba de los rosales, aquellas cosas que únicamente notamos cuando somos niños y que forman parte de nuestro universo. Un día, siendo yo aún muy pequeña, alguien llamó a la puerta; yo me hallaba como siempre en los jardines jugando, escondida entre los arbustos. De pronto vi acercarse a mi nodriza con lágrimas en los ojos, me vio y tomando una de mis pequeñas manitos me condujo hacía el interior de la casa. Allí se encontraba sentado un hombre alto y muy delgado. Se puso de pie mientras nos acercábamos, me miró fijamente y sin muchos adornos me dijo:

-Pequeña, tengo malas noticias para ti, tienes que ser fuerte porque desde ahora estarás sola en el mundo. Tus padres han fallecido.

Sentía la voz de mi nodriza a mis espaldas que entre lágrimas decía: “–no puede ser, no puede ser”. Pero mi mente no podía entender la dimensión de todo aquello, solo pensé que probablemente no tendría más aquellos maravillosos regalos que me traían cuando volvían a casa. Este hombre me dijo (seguramente con las palabras más sencillas que pudo conseguir) que no existía ningún familiar que se hiciera cargo de mí, y que los tutores de mi fortuna estaban haciendo los ajustes para lo que sería mi vida de ahora en adelante. Tiempo después comprendí aquellas palabras que en ese instante eran todo un enigma.

Los primeros días, tristes y sombríos, pasaron rápidamente, o sería quizás que mi mente inocente no quiso guardar aquellos recuerdos. Tenía que permanecer en mis habitaciones, usando un odioso vestido negro, y sólo podía observar por la ventana como caía la lluvia, porque desde que se desataron aquellos terribles acontecimientos parecía que siempre llovía y nunca cesaba de hacerlo. Todo fue cambiando a un ritmo precipitado para mí. La noticia de la muerte de mis padres no era tan terrible como aquel encierro en el que me habían sometido. Poca gente entraba a mis habitaciones, siempre desconocidos. No había vuelto a ver a mi nodriza, los días eran largos, eternos.

Poco tiempo después apareció nuevamente aquel hombre alto y delgado que me había hablado de la muerte de mis padres. Me tomó de la mano y me condujo hacia un carruaje. Veía por la ventanilla como pasaban las casas y los edificios, luego los árboles, hasta seguir con un cielo gris y oscuro que no parecía tener fin. Debimos andar mucho tiempo porque me quedé dormida, y desperté cuando escuché una voz que me llamaba y me invitaba a bajar del carruaje. Estaba en un sitio ajeno, rodeada de personas extrañas, mujeres que parecían inmensas, vestidas con oscuros ropajes, de la cabeza a los pies, y me miraban severamente. Yo me escondía en vano detrás de las piernas de aquel hombre que me resultaba un poco más familiar, pero en un instante éste se arrodilló, me tomó por los hombros, dándome un suave beso en la frente, me miró unos segundos y por último se despidió de mí. Lo vi alejarse dejándome entre aquellas personas que no conocía y que parecían estar siempre enojadas. Una de ellas se dirigió a mí y me dijo:

-Niña, ahora estarás a nuestro cuidado, soy la Madre superiora, velaremos por ti, proporcionándote la educación necesaria para convertirte en una señorita de bien, digna de tu noble apellido.

Aquellas palabras ahora me suenan más como una sentencia de muerte, que como una esperanza de vida. Me dijo que la siguiera y así lo hice. Todo en aquel lugar parecía emanar tristeza y soledad: Corredores eternos que se perdían en la oscuridad, muros altos, vacíos y fríos; ese silencio impenetrable que solo era roto por nuestros pasos apenas perceptibles; el olor a añejo que despedía cada objeto, cada mueble por el que pasábamos, todo parecía tener siglos de soledad y tristeza. Me condujo ese día a mi habitación y me dio instrucciones de permanecer allí hasta que vinieran a buscarme. Este espacio era igual a todo lo demás, triste, frío y gris; yo que estaba acostumbrada al sol de las mañanas, al aroma de la hierba, al canto de los pájaros ahora me tropezaba con este nuevo mundo de sombras. Fui hacia el rincón más alejado de la habitación y allí me agaché, no podía pensar nada, más fue la primera vez que sentí dolor, un dolor que no provenía de alguna parte de mi cuerpo, sino que nacía del alma, una lágrima solitaria se deslizó por mi mejilla, hasta llegar a mis labios, aún recuerdo el sabor amargo que ésta me dejó, fue la primera lágrima de dolor que sentí en mi vida… en ese entonces contaba yo con cinco años de edad.

Esos primeros días en el internado los recuerdo con una sensación de vacío y soledad. La mañana siguiente a mi llegada muy temprano fueron a buscarme. Sacaron un vertido gris (siempre gris) y lo pusieron sobre la cama; fue la primera vez que me vestía yo sola, así que traté de hacerlo lo mejor que pude sólo para no recibir miradas de desaprobación de aquella mujer que me observaba sin ningún gesto. Me condujo hacia un Aula de clases llena de chicas, todas en edades semejantes a la mía, que posaban sus miradas en mí. No recibí ninguna sonrisa, ningún gesto, nada que pudiera hacerme sentir bienvenida a ese mundo del que ahora comenzaba a formar parte. Me senté en la silla que me asignaron y permanecí muda y distante. Siempre fue así; nos permitían salir a los amplios patios del internado varias veces al día, y la primera vez que los vi pensé que eran exactamente igual al interior: El sol era gris, los árboles eran grises, el césped era gris, el cielo siempre estaba gris, las pocas flores que habían carecían de aroma, los pájaros cantaban con tristeza y no había insectos que atrapar. Así que me dejaba caer a los pies de algún árbol, rodeaba mis piernas con mis brazos, y me balanceaba de atrás hacia adelante, mirando sin mirar, pensando sin pensar, y sintiendo sin sentir, tratando en vano de despertar de aquella pesadilla, porque no podía ser otra cosa, y creía que tarde o temprano abriría los ojos y todo esto desaparecería.

Mis compañeras jamás me dirigían ni una sola palabra, pasaban a mi lado haciendo sutiles burlas, siempre murmurando, nunca hubo una sonrisa, o un gesto, nada que me permitiese acercarme a ellas; así que mis pocos momentos libres los pasaba a solas bajo aquel árbol. Las noches eran lo peor, después de la cena nos hacían rezar por horas y horas, y cuando era el momento de dormir apagaban cualquier fuente de luz y todo se sumía en las tinieblas; algunos días escuchaba ruidos, pasos que se acercaban en los corredores, voces con llamadas misteriosas. Sin embargo no eran estas noches las que me daban más temor; eran las noches mudas, con un silencio espeso que me taladraba los oídos, las que más me hacían temblar.

No sé cuanto tiempo tenía ya en el internado, aquella tarde en que la conocí. Yo estaba como siempre a los pies de mi árbol, con la mirada perdida, indiferente a todo a mi alrededor, cuando algunas niñas se acercaron hasta donde me encontraba.

-No te queremos aquí – Me dijo la que se había adelantado a las demás- este es nuestro jardín, ¡así que tienes que marcharte!

Yo simplemente seguí mirando al frente, ya que esas palabras carecían de algún significado en mi mente, quizás un insecto en su vuelo me hubiese causado mayor impacto, que aquellas frases.

-¡Vete ya! – gritó la misma niña. Y al ver que sus amenazas no hacían mella se precipitó hacia mi cuerpo y comenzó a patearme, seguida por las demás que halaban de mis cabellos y me acertaban golpes con sus manos.

Me levanté como pude y corrí, corrí muy rápido sin saber a donde ir, ya no quería pensar, no quería sentir, y me preguntaba una y otra vez porqué no despertaba de aquella pesadilla. Ya sin aliento me detuve a los pies de una edificación, que parecía ser la parte posterior del internado. Había aulas y pasillos similares a los que yo siempre veía, solo que estos estaban abandonados, las hojas de los árboles cubrían el piso como una alfombra, y algunas paredes estaban a medio derrumbar. Me senté a los pies de una escalinata a recuperar el aliento; no iba a llorar, ya nunca más quería probar el sabor de aquellas lágrimas amargas. Y así estuve algunos minutos, absorta en mis pensamientos, cuando repentinamente ella apareció por uno de los corredores, tan linda, tan especial, y con aquella hermosa sonrisa que no olvidaré nunca. Al principio pensé que se trataba de una de las niñas que me había hecho daño, pero enseguida me di cuenta que no era así, ya que sus ojos me miraban tiernamente mientras me regalaba una sonrisa, ¡hacía tanto tiempo que nadie me miraba de aquella forma!, así que traté de devolverle el gesto lo mejor que pude, porque mis labios también se habían olvidado de sonreír. Seguidamente se sentó a mi lado mientras decía:

-Hola, me llamo Gertrudis, ¿cual es tu nombre?- me preguntó con la voz más dulce del mundo. Yo había olvidado que tenía un nombre, un hermoso nombre, hacía tanto que solo era una “niña” más en aquel mundo de pesadillas, así que la miré y solo le contesté:

-Mi nombre es Sofía.

Nos quedamos allí sentadas sin decir nada más. Sentía que sólo su compañía era la mejor medicina para mi alma, un alma que se había contagiado de tristeza y de soledad, de desesperanza y de abandono. Así que solamente el hecho de sentirme acompañada era más que suficiente. No pasó mucho rato para que sonara la campana que anunciaba que tenía que volver al edificio principal, así que le dije: “-Tenemos que regresar”. Y ella volvió a sonreír y se levantó. Caminamos juntas por el jardín y al llegar a las escalinatas que daban entrada al pasillo central me miro y me dijo: “-Ahora somos amigas, y nos veremos siempre”. Segundos después nos separamos, pero ese día sentí que Gertrudis había llegado como un destello de luz entre tanta oscuridad y por primera vez en mucho tiempo un rayito de alegría iluminó mi corazón.

Los Meses pasaban rápidamente en el internado. Yo ya me había acostumbrado a que todos los días fueran exactamente iguales. Solo cambiaban los domingos, cuando nos hacían ir a la iglesia por más tiempo, mucho más tiempo, y pasábamos más horas en nuestras habitaciones, pero sólo sabía cuando cambiaban las estaciones por los avisos de la naturaleza: Las flores sin aroma de la primavera, el calor sofocante del verano, el manto de hojas que dejaba el otoño, y las frías noches del invierno. Algunos días no encontraba a Gertrudis por ningún lado, la buscaba en los corredores, en los jardines, en las aulas, sin poder encontrarla, pero cuando menos lo esperaba allí estaba ella. En ocasiones me hallaba en la iglesia rezando, miraba hacia atrás y al final de la fila la encontraba sonriéndome; otras veces escondida entre los árboles, o esperándome en las ruinas del edificio antiguo. Pero por lo general siempre venía a mí cuando más sola me sentía, hablábamos poco, pero la compañía era más que suficiente para ambas.

No todas las chicas que estaban allí eran huérfanas como yo, de hecho en los días del verano el internado solía quedarse casi desierto ya que las familias de la mayoría de las niñas las llevaban con ellos para pasar las vacaciones. Odiaba esos días en las que las veía esperando que vinieran por ellas, llevando hermosos y vaporosos vestidos de colores pasteles, con sombreros amplios adornados con cintas y encajes, hasta sus rostros parecían recobrar color y vida. Y yo contemplándolas desde lejos, con mi vestido gris y negro, que ya parecía combinar con mi personalidad. Los veranos no tenían nada de particular para mí, y si los disfrutaba era porque no había chicas que me lanzaran miradas odiosas en los patios, o risas de burla en las aulas, y nos dejaban pasar más tiempo en los jardines. Gertrudis tampoco tenía más familia, así que se quedaba conmigo. En cierta oportunidad me contó que antes tenía un hermanito, con el que siempre jugaba, pero que había muerto hacía tiempo. Así que le dije que ya que las dos estábamos solas en el mundo podríamos ser hermanas. Y así fue como se convirtió en mi hermana de sufrimientos y tristezas.

¿Que puedo decir de aquellos años en el internado?, no hay mucho más que contar. Todos pasaron exactamente igual, uno copia del otro. Continué tan solitaria como siempre, únicamente conversaba con Gertrudis, ni aún en las aulas de clases me animaba a pronunciar palabra alguna, así que al parecer todos me tomaron por muda, o por que quizás había perdido el habla, y era mejor así, no había preguntas por responder, ni explicaciones que dar. Pero siempre fui objeto de burlas de mis compañeras. Ni un sólo día me habían dejado de molestar; me hacían tropezar para que cayera de bruces en las aulas de clases, mojaban mis anotaciones para que las volviera a escribir, ponían insectos en mi silla, todo este tipo de cosas que yo ya miraba de forma indiferente. Se las contaba a Gertrudis como si fuesen cosas cotidianas, aunque a ella si le molestaban, le disgustaba que me trataran así, quizás porque me quería tanto que no podía soportar que me dañaran de algún modo, pero igual yo la tranquilizaba diciéndole que no me importaba nada con tal y ella siguiera siendo mi amiga, mi hermana.

Con forme transcurrían los años todas íbamos cambiando. Sin darme cuenta llegué a mi décimo tercer cumpleaños, ya habían pasado ocho años desde mi arribo al internado. Mi vida se había convertido en aquellas paredes que ya no me resultaban tan grises, en esos árboles que con el tiempo parecían haber recobrado algún color, y hasta los pájaros ya no cantaban con la misma tristeza; todo era parte de mí, y yo era parte de todo. El sol, ¡el sol era mi querida Gertrudis!, siempre tan alegre para mi, siempre acompañándome, era la única que me entendía, la única con quién hablaba, la única en todo.

Físicamente todas empezábamos a experimentar cambios. Mi figura comenzaba a moldearse, mi rostro era mas fino, mis ojos azules, profundos y misteriosos, pero era mi cabello largo y rubio lo que siempre me gusto más, era abundante y terminaba en hermosos rizos, y sabía que era la envidia de muchas de mis compañeras. Gertrudis también iba cambiando, sus cabellos eran negros como el ébano, su rostro dulce y sutil, tenía unos ojos tan lindos y azules como los míos, su piel blanca y pura como la nieve le daba una belleza que yo sentía no podía ser superada por nadie más. Jugábamos entre las dos para ver quién era la más hermosa, pero para mí siempre ella ganaba.

Por esos días todas las demás me miraban de forma diferente, sentía sobre mí las miradas de envidia y celos. Yo como siempre no les ponía el menor cuidado; no tenía idea hasta donde podía llegar su maldad. Una tarde estaba sentada al pie de un árbol, absorta con un libro entre mis manos, no las sentí llegar, pero cuando las tuve frente a mí alcé los ojos y las miré una a una. Ingrid era la que siempre se adelantaba a hablar, la líder de su grupo. Ella fue la niña que me golpeó y me echó del jardín el día que conocí a Gertrudis. Y en esta oportunidad volvió a dirigirse a mí, con su voz odiosa y petulante:

-No me gusta tu cabello, eres una presumida y quiero que te lo cortes – sentenció.

Esbocé una pequeña sonrisa mientras la observaba fijamente y sin esperar más me abalancé contra ella para golpearla, sabía que si no lo hacía yo, ella lo haría después. El factor sorpresa me ayudó, ya que podía ver en sus ojos el terror y el dolor que le producían mis golpes, y todas las demás se quedaron petrificadas al ver mi reacción. Descargue la rabia y los resentimientos de todos esos años en los que me habían sometido a sus maldades, y para poder separarme de ella tuvo que venir una de las monjas y sostenerme. Claro, fui castigada por ese acto, me llevaron ante la Madre Superiora, la cual me hizo mil preguntas que nunca contesté, y al ver esto me mandó tres días seguidos al cuarto de castigo. Nunca había estado allí, pero sabía por los rumores que era asfixiante y oscuro. Y quizás si lo era, pero tenía para mi consuelo la satisfacción de haberme desquitado, así que esos tres días fueron un precio muy bajo para lo que sentía dentro de mí.

Los días siguientes volví a mis actividades rutinarias, nada parecía haber cambiado. Quizás las chicas me miraban con más odio, pero yo hacía como si no las notara. Cuando por fin le conté a Gertrudis lo que había pasado ella rebosó de alegría, reímos las dos como nunca. Fueron días demasiado tranquilos, quizás con una tranquilidad demasiado evidente, debí darme cuenta que era la calma que precedía a la tempestad.

Pocas semanas después de la pelea, una noche en la que todo parecía tan normal como siempre, me fui a la cama. No percibí los pasos, ni los murmullos hasta que fue demasiado tarde. Cuando desperté tenía las manos y los pies inmovilizados por las manos de todas aquellas que sonreían burlonamente. Taparon mi boca mientras con unas tijeras afiladas comenzaron a cortar mis hermosos cabellos hasta que no quedo una sola hebra. No conformes con esto rasgaron mis pijamas hasta dejarlas en jirones y solo en ese momento me soltaron entre risas que ya no eran silenciosas, sino que estallaban en mis oídos como un concierto de burlas. En mi cama habían quedado mis hermosos rizos dorados, los tomé, los sostuve en mis manos y salí de la habitación. Corrí, corrí por los pasillos como aquel día lejano en mi pasado, deseando como en aquella oportunidad despertar de esa pesadilla; corrí llorando descargando las lágrimas, que contuve durante tantos años, preguntándome mil veces “porqué”. Corrí sin aliento deseando que la tierra se tragara todo y yo con ella. Sin saber cómo llegué al mismo sitio donde había conocido a Gertrudis, miré las escalinatas y me volteé, y allí estaba ella, igual que la primera vez, sólo que ahora fui yo la que se adelantó para echarme a llorar a sus pies. Lloré desconsoladamente. Sin emitir palabras, y aún entre sollozos, subí poco a poco mis manos y le mostré los cabellos que aún guardaba entre mis dedos. Su mirada cambió en un segundo y con rabia miró hacía el jardín; yo sabía que no hacía falta darle más explicaciones. Se dirigió por el mismo lugar en donde yo había llegado; mis ojos la siguieron hasta que se perdió de mi vista, pero no tuve ánimos para ir tras ella. Sobre mi espalda había una pena y una desesperanza que pesaban más de lo que podía soportar. ¿Cuánto tiempo estuve allí? No lo se, quizás algunos minutos, hasta que por fin logré levantarme, miré mis pijamas y con uno de los jirones sequé mis lágrimas.

Comencé a caminar despacio, entre los árboles del jardín; pero no fue hasta que estuve muy cerca que noté un tumulto de personas a los pies del edificio. Me fui acercando a ellas, absorta en mis pensamientos. Todas lloraban, algunas chicas parecían desmayadas en los brazos de las monjas, las cuales tenían el terror dibujado en sus rostros; ¿Qué había pasado? Ya estando junto a todas ellas seguí sus miradas de horror y allí, tirada en el piso estaba en cuerpo sin vida de Ingrid, con los ojos abiertos perdidos en el infinito, y un hilo de sangre brotando de sus labios. Miré hacía arriba y noté que la ventana de su habitación estaba abierta, y me pareció ver por un segundo una sombra imperceptible que se escondía entre los pliegues de la cortina. Nadie más pareció notarla.

Después de ese terrible incidente nos interrogaron a todas, se supo lo que había pasado en mi habitación minutos antes de la desgracia, pero todos me habían visto llegar caminando desde la parte posterior del jardín, así que descartaron que por algún arrebato de venganza yo hubiese arrojado a Ingrid por la ventana. Al final concluyeron que fueron los remordimientos los que impulsaron a esa “dulce” niña a arrojarse por la ventana y acabar con su vida. Yo sabía que no había sido así.

Mientras pasaba el alboroto que todo esto había provocado, nos mantuvieron encerradas en nuestras habitaciones. Y algunos días después una de las hermanas llamó a mi puerta diciéndome que preparara mis maletas. “– ¿Mis maletas?”, pregunté, pero no recibí más explicaciones. Así que empaqué todo lo que poseía en este mundo: algunos libros, los vestidos de mi uniforme escolar, y nada más. Esperé y la misma hermana de antes vino a buscarme. Me llevó hasta el lobby y allí encontré a aquel hombre delgado que tantos años atrás me había dejado allí. Me miró sonriendo:

- Cuanto has crecido Sofía, ya eres toda una señorita.

Me contó que debido a los acontecimientos que habían ocurrido en los últimos días, mis tutores habían decidido que dejara el internado lo antes posible. No dije nada. Como la primera vez me limité a seguir a aquel hombre. Abrió la portezuela del carruaje y me ayudo a subir. Hacía ocho años que no había dejado aquel lugar, y el sólo hecho de pensar en hacerlo me daba temor. Pero igual lo hice. Mientras comenzábamos a desplazarnos me asomé a la ventanilla, buscando entre los árboles aquella figura, no podía creer que dejaba a Gertrudis sin haberme despedido de ella, sin decirle que volvería a verla algún día, sin hacerle sentir que la iba a querer por toda la eternidad. Y en ese instante, entre los árboles la vi. Estaba tan hermosa como siempre, sonriendo para mi, más sólo unos instantes después me percaté que la imagen que tenía frente a mi no era la de la joven adolescente que había visto hacía algunos días, sino la de la niña que había conocido tantos años atrás. Cuando traté de verla nuevamente para confirmar que mis ojos no me engañaban ya no estaba. Así que terminé atribuyendo esta fugaz visión a una confusión de mi mente.

Y así dejé atrás aquellos años de encierro que tanto me habían marcado. Mi vida siguió adelante. Mis tutores decidieron que continuara mi educación en el extranjero. Muchos años después volví a mi país convertida en una dama de la alta sociedad. Lo primero que hice fue dirigirme al internado para tratar obtener alguna información que me pudiera ayudar a encontrar a Gertrudis. Las monjas muy cordialmente me atendieron y trataron de ayudarme. Les di su descripción, todo lo que sabía de ella, pero coincidieron en que no sabían a que niña me refería. Buscaron arduamente en los registros sin encontrar nada. Pero tratando de hacer memoria una de ellas recordó que no fue en mi tiempo que una niña con esas características había estado allí, y me contó la trágica historia de una pequeña niña y su hermanito, que doscientos años atrás habían sido brutalmente asesinados en los jardines del internado. El nombre de la niña era Gertrudis.

No hay comentarios: